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Brasil: las profundas raíces del golpismo

Hector Bernardo *

Publicado: martes, 14 febrero 2023
Pintor expresionista ecuatoriano Oswaldo Guayasamín

La intentona golpista contra Lula contiene elementos de la propia coyuntura del gigante suramericano, de un clima de época global donde la extremaderecha se potencia día a día, del evidente hecho de que el concepto de “democracia” ha dejado de ser un valor para un importante sector de la sociedad, de la reacción conservadora ante la transformación del orden social y del fracasado intentó esconder bajo la alfombra las consecuencias de veinte años de dictadura.

La toma violenta de las instituciones del Estado brasileño (el Palacio de Plan Alto, el Congreso y la Corte Suprema) por parte de grupos bolsonaristas que, con carteles que pedían una intervención militar, exigían descocer los resultados electorales que le dieron el triunfo a Luiz Inácio Lula da Silva, pareció sorprender a gran cantidad de analistas y dirigentes políticos.

Rápidamente se intentó simplificar el hecho al señalar que se trataba de un grupo de fanáticos de extremaderecha (lo que es solo parcialmente cierto).

La intentona golpista en Brasil contiene elementos de la propia coyuntura del gigante suramericano, de un clima de época global donde la extremaderecha se potencia día a día, del evidente hecho de que el concepto de “democracia” ha dejado de ser un valor para un importante sector de la sociedad, de la reacción conservadora ante la transformación del orden social y del fracasado intentó esconder bajo la alfombra las consecuencias de veinte años de dictadura sobre la que nunca se hizo un proceso de memoria, vedad y justicia.

Un pasado muy presente

El 31 de marzo de 1964, el marco de las dictaduras impulsadas por el Departamento de Estado de Estados Unidos, las Fuerzas Armadas de Brasil dieron un golpe de Estado contra el gobierno del presidente João Goulart.

La dictadura brasileña duró 20 años (1964 – 1984). Tras el regreso de la democracia no se juzgó a ningún responsable ni castigó ninguno de los crímenes cometidos durante esa larga y nefasta noche.

Como ha recordado en más de una oportunidad el periodista Darío Pignotti, en plena democracia, cada 31 de marzo, las Fuerzas Armadas realizan, públicamente, actos de reivindicación del golpe de 1964.

Cuando se dio el golpe parlamentario contra Dilma Rousseff, en el impeachment, el entonces diputado Jair Bolsonaro dedicó su voto al Coronel Carlos Alberto Brilhante Ustra, jefe del grupo que había secuestrado y torturador a Rousseff durante la dictadura.

Ya en aquel momento se había realizado una encuesta en la que la mayoría de los brasileños señalaban que para ellos la democracia no era un valor importante.

Un oscuro clima de época

El hecho de que la democracia haya dejado de ser un valor para gran parte de los ciudadanos no es un fenómeno exclusivo de los brasileños. Si con la democracia no se comen, no se educa y no se cura, en definitiva, si con la democracia no se vive mejor (o incluso algunos sienten que viven peor), es lógico que ese sistema de organización político-social deje de ser una referencia para un importante sector de la población.

A ello se suma que el mundo occidental atraviesa un momento de profundos cambios culturales que transforman el orden social existente. El derrumbe del discurso patriarcal, la incorporación de la mujer a roles cada vez más prioritarios y con poder de decisión, la reivindicación de las cosmovisiones de los pueblos originarios, la diversidad de géneros, la separación de la Iglesia y el Estado, la defensa de formas de producción más ecológicas son todos aspectos que han calado hondo en un sector de la sociedad y que son parte de un momento de transformación, de cambio. Frente a ellos otro importante sector siente tambalear los valores y las verdades en las que se sostenía y que le daba sensación de seguridad, lo que algunos denominan la pérdida de los marcadores de certezas.

Todo cambio social genera a su vez una reacción conservadora. La coyuntura está entre lo nuevo que no termina de nacer y lo viejo que no acaba de morir. Por ello no es casual el surgimiento de discursos autoritarios que representa la defensa de un orden social que se siente amenazado. Ese discurso se encarna en espacios o en figuras que lo condensan: Donald Trump (Estados Unidos), Javier Milei (Argentina), el partido Vox (España), Marine Le Pen (Francia), José Antonio Katz (Chile), Rodolfo Hernández (Colombia) y por supuesto Jair Bolsonaro (Brasil), entre muchos otros ejemplos.

Cuando el 8 de enero, miles de seguidores de Bolsonaro, tomaron por la fuerza el Palacio de Planalto (la Casa de Gobierno), el Congreso y la Corte Suprema fue inevitable hacer un paralelo con la toma del Capitolio en Estados Unidos (6 de enero de 2021), llevada adelante por los seguidores del ultraderechista Donald Trump.

Tanto Trump como Bolsonaro se negaron a reconocer su derrota electoral (la base del sistema democrático actual), sostuvieron sus denuncias de fraude, descalificaron con todo tipo de agravios a sus oponentes e incentivaron a sus seguidores para que lleven adelante esos hechos violentos.

Pero no se trata de “locos sueltos”, ni de un pequeño grupo de extrema derecha, sino de la condensación de amplios sectores sociales que perdieron – o nunca tuvieron – a la “democracia” como un valor y que sienten amenazado el orden social que los contiene y les da la sensación de seguridad.

* Periodista, escritor, profesor y director del Observatorio Latinoamericano de Comunicación y Procesos Políticos (FPyCS de la Universidad de La Plata)

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