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El águila y la balalaika

Nestor Gorojovsky *

Publicado: lunes, 27 marzo 2023

Estamos siendo testigos, quizás no plenamente conscientes, de un cambio de época equivalente al de la caída del imperio romano que marcó el fin de un modo de producción, la esclavitud mediterránea, y el nacimiento de otro nuevo, la servidumbre europea.

Nos toca entonces padecer lo que para los eruditos confucianos ha sido siempre una maldición: «Ojalá te toque vivir tiempos interesantes» es uno de los peores deseos que se les ocurría emitir contra alguien.

El gran historiador inglés William Gibbon, que escribió una magnífica historia de la decadencia del Imperio romano a fines del siglo XVIII, definió como una «pavorosa revolución» ese proceso histórico.

Mucho después retomó la frase, para titular su propia y detallada presentación del tema ya en el siglo XX, otro gran historiador inglés: Frank William Walbank.

F.W. Walbank era un marxista que precisó en las categorías del materialismo dialéctico qué significaba el cambio social de ese momento tan lejano.

Lo que pintaron Walbank y Gibbon tiene muchos parecidos con nuestra era. En primer lugar, la enorme confusión que preside el panorama general.

No confusión por el tumulto, sino confusión por la incapacidad de comprender lo que está ocurriendo.

En ambos casos la clase dominante de un imperio acorazado como nunca antes descubre que no puede con los bárbaros que una creciente fracción de sus súbditos mira con más simpatía que a sus propios gobernantes.[1]

Las luchas sociales en la antigua República aristocrática del Latium fueron haciendo que el orbe romano, a medida que se ampliaba, derivase hacia la autocracia militar popular y finalmente hacia la militarización general de la administración romana en contra de toda la población mientras la administración de Diocleciano ponía a todo el Imperio a trabajar para sostener el Estado y a los latifundistas esclavistas a los que protegía.[2]

Ya vemos ahí un paralelismo profundo: sólo la ignorancia de la burguesía yanqui [3] le impide entender, mirando hacia el pasado remoto, qué significa institucionalmente el pasaje del Ejército revolucionario de Lincoln en la Guerra de Secesión al Ejército imperialista de McKinley en Filipinas y Cuba, y posteriormente la denuncia de Eisenhower sobre el «complejo militar-industrial» y su notoria y creciente marcha al poder absoluto -a través del Departamento de Defensa y del Departamento del Tesoro- sobre los Estados Unidos de hoy.

Pero hay una diferencia crucial.

El ataque de los «bárbaros» contra el Imperio Romano no respondía a un plan preconcebido. Las tribus germánicas que fueron infiltrándose en el Imperio terminaron haciéndose con él -y haciéndolo estallar desde adentro- más por la presión que venía desde Asia Central que por una voluntad de vencer a Roma en su propio terreno, superar sus propias debilidades y, finalmente, imponer un nuevo orden social, revolucionario con respecto al que imperaba en Roma.

En cambio, desde por lo menos la desleal expansión de la OTAN hacia el Este a partir de 1991, y del ataque criminal contra Yugoslavia en 1999, las mejores cabezas de los gobiernos de China y Rusia entienden que las dos formaciones económico-sociales están condenadas a librar una guerra contra el bloque que lidera Washington cualquiera que sea el régimen social que impere en ellas.

En realidad, el club de los países imperialistas ha cerrado sus puertas en el Congreso de Berlín de 1884 para no volver a abrirlas jamás, y nadie puede disputarle a los 1000 millones de habitantes de ese puñado de países privilegiados el control general de la economía global.

Esto choca inevitablemente con la procura del bienestar y la seguridad de la población de la Federación Rusa, así como la marcha de China hacia su reunificación y su búsqueda de la prosperidad general. La primera es demasiado extensa y maneja demasiados recursos naturales estratégicos. La segunda está llevando a cabo un gigantesco salto adelante en el nivel de su desarrollo técnico y científico.

En sí mismo eso no significaría un desarrollo incompatible con el de la autodenominada «comunidad internacional» que pretende imponer reglas a su medida en el orden planetario ( el caso de Corea del Sur lo demuestra). Pero tanto China como Rusia -a diferencia de Corea del Sur- llegaron allí por fuera de la órbita hegemónica de la dominación imperialista a partir de la revolución bolchevique de 1917 y la revolución china de 1949.

Más allá del tipo de relación de propiedad predominante en cada uno, Rusia y China han llegado al club de potenciales países imperialistas muchísimo más tarde que Alemania. Ese camino les está interdicto. El club no acepta nuevos miembros: la torta apenas si alcanza para los que ya están. Y si la confrontación militar fue inevitable en el caso alemán, mucho más en riesgo están China y Rusia de ser agredidas por el «Norte global».

Por su parte, los estrategas estadounidenses, como los mejores emperadores de la Roma en decadencia, tienen en claro que esas fuerzas ajenas a su país son una amenaza mortal para el sistema que encabezan. Todos sus movimientos están determinados por ese combate

Y eso más allá de las formas fantasmagóricas con que se les presentan los motivos de su enfrentamiento. El drama de Estados Unidos, y detrás de ellos de todo el bloque que hegemonizan, está sin embargo en que han vendido a su adversario la soga con que su adversario los va a colgar.

Para entender bien lo que esto significa tenemos que dar otro salto en el tiempo y el espacio. Vayamos a la bloqueada y desesperada Rusia soviética del 1º de enero de 1923, en que entra en vigencia un Código Civil que otorgó el derecho a cualquier ciudadano de organizar empresas comerciales e industriales.

Esta medida puso punto final a tres duros años de debates en el seno del gobierno soviético, a lo largo de los cuales Lenin logró convencer a una dirigencia reacia de que la miseria y destrucción generadas por la larga Guerra Civil posterior a la revolución de 1917 obligaban al país a dar un paso hacia el desarrollo de formas capitalistas de producción y cambio. Eso se llamó Nueva Política Económica, y se abrevió NEP.

Durante la Guerra Civil el régimen naciente se había visto forzado a implantar lo que se terminó por conocer como «comunismo de guerra»: socializar todo a lo bestia y centralizarlo en el Estado. Al final de la guerra, no había quedado nada que se pudiera socializar. El país estaba arrasado hasta los cimientos.

La República Federativa de los Soviets estaba al borde de un derrumbe que implicaría quizás la transformación final de los pueblos soviéticos en una gigantesca y balcanizada región semicolonial, repartida entre Europa Occidental, Estados Unidos y Japón.

En el curso de los duros debates, Lenin recurrió a su prestigio y planteó un argumento que alteró definitivamente el equilibrio a favor de la NEP: los capitalistas eran tan codiciosos, dijo, que le venderían a la república de los soviets «hasta la soga con que los vamos a colgar».

Las esperanzas de Lenin de que la NEP permitiera expandir las fuerzas productivas del país mientras los comunistas iban guiando ese crecimiento desde el control de las «alturas dominantes» del panorama económico no se concretaron.

La dificultad de combinar el desarrollo capitalista a cargo de los campesinos con la construcción de una moderna industria a cargo de los proletarios urbanos terminó trágicamente, en una terrible guerra del Estado contra los campesinos.

Finalmente, la dictadura burocrática y desaprensiva de José Stalin obligó al país a aceptar como «socialismo» la dura realidad a la que lo habían llevado el bloqueo exterior, la miseria y atraso interior, y la permanente amenaza de agresión desde Europa Central y Occidental.

Ahí terminó la NEP.

Durante largas décadas esta idea de desarrollar las fuerzas productivas a través de formas de propiedad capitalista bajo la dirección de un Partido Comunista que controlase un potente Estado encaramado en las «alturas dominantes» de la vida económica se perdió en la noche del olvido.

Mientras estas cosas ocurrían en Rusia, un estudiante comunista chino, Deng Xiao Ping, aprendía en una universidad proletaria de Moscú cómo debía conducirse una revolución.

Deng acompañó luego a Mao, el fundador de la Nueva China, en todo el camino histórico que impuso al Partido Comunista sobre el Kuo Min Tang de Chiang Kai Sek como el más adecuado para terminar con el colonialismo japonés y occidental en China. Fue él quien encontró más adelante el modo de revivir la NEP, pero, como se dice ahora, «con particularidades chinas».

La liberalización de la economía china dirigida por el PCCh a partir de la presidencia de Deng no es en el fondo otra cosa que una NEP de dimensiones colosales, apoyada sobre las viejas tradiciones chinas de gobierno centralizado garante del bien común, que tienen una admirable continuidad desde los primeros tiempos del régimen agrario de producción campesina en los grandes valles de riego del «Imperio del Centro».

Cinco mil años de historia en los cuales la búsqueda de la unidad fue el objetivo permanente dan a su vez un tono especial al comunismo chino. Nada lo representa mejor que la réplica de Chou En Lai, canciller por entonces de China, a un soberbio periodista galo que le preguntó qué opinaba sobre la Revolución Francesa. «Ha pasado muy poco tiempo para sacar alguna conclusión», replicó el tipo que había llevado a China al comunismo en largas décadas de guerras de liberación nacional y social.

Con esos logros a sus espaldas y ese bagaje en su mochila, la dirigencia del Partido Comunista Chino tomó la audaz decisión de llegar a acuerdos de liberalización comercial con el archienemigo estadounidense, una decisión que si bien la llevó a cometer serios errores en política internacional (por ejemplo, apoyar a Pinochet) fue el punto de partida del resurgimiento de la economía china hasta los niveles que podemos ver hoy.

Deng vio claramente que la burguesía estadounidense no podía sino dejarse tentar por el gigantesco mercado chino, la baratura y calidad de su mano de obra, las costumbres laboriosas de toda su población y las ventajas que obtendrían con el traslado de la producción a ese país que, en el fondo, desconocían más de lo que lo despreciaban.

Cuando se firmó el acuerdo de Nixon y Kissinger con la República Popular China, alguien vendió una soga y otro la compró. Ya veremos al final de esta nota porqué esto acaba de ganar importancia.

Entretanto, y como no podía ser de otra manera, la combinación de planificación y control centralizado con liberalización de las fuerzas productivas en sectores de punta -donde no regía para las empresas imperialistas el secreto tecnológico que normalmente imponen a los países donde ingresan- implicó la transformación de la China no solamente en el taller de manufactura del planeta [4]  sino además -como vemos ahora- en candidata segura a dominar todas las técnicas y saberes científicos cruciales para encabezar la revolución tecnológica global en marcha.

Estados Unidos sabe perfectamente, además, que en su despliegue global la dirigencia china se ha tomado muy en serio la necesidad de unificar los mercados euroasiáticos y africanos en una red en la cual su sistema productivo pueda prosperar, crecer y enriquecerse. Y que a la burguesía alemana, núcleo dominante del subgrupo imperialista europeo, nada puede tentarla más que un acuerdo amplio con China para recuperar su condición perdida de líder mundial definitivo e indiscutible, a la par de cualquiera y sin acatar órdenes de nadie.

Ya empieza a ser un lugar común que la guerra en Ucrania busca quebrar indirectamente a China al forzar a Europa Occidental a elegir entre la amistad y el comercio con Rusia (el tercero en discordia, y en perfecta alianza con China) y la amistad y el comercio con Estados Unidos que, pequeño detalle, controla la OTAN y tiene tropas desplegadas en todo el territorio europeo.

Esas burguesías europeas, mucho más concientes del carácter postrevolucionario de China y Rusia que la de Estados Unidos, no pudieron, por eso mismo, rechazar la explosiva oferta -económicamente ruinosa pero políticamente tan imposible de rechazar como las del Padrino- que Washington les hizo con la voladura del Nord Stream.

Habrá que ver qué deciden hacer los pueblos europeos con sus propias burguesías. Esa película está en plena filmación ahora y falta tiempo para ver cómo se desarrolla. Algunas secuencias, filmadas en Francia y en algunas oficinas de bancos suizos, parecen presagiar una candidatura al Óscar.

A medida que esto sucede, la diplomacia de Beijing se va poniendo cada vez más despectiva con los movimientos que se dan en Washington, (así que si en Washington no se hubieran dado cuenta antes de lo que está sucediendo, ya lo tendrían que hacer ahora).

Si Beijing no despreciara tanto a Washington («un tigre de papel» decía Mao), no se termina de entender que hayamos tenido oportunidad de ver en la semana que pasó un encuentro en Moscú entre el presidente de Rusia, Vladimir Putin, y el de China, Xi Jinping, en el cual después de cuatro horas y media de conversación informal el segundo le dice al primero en la puerta de calle (y las respectivas agencias de noticias se afanan en difundir) «Ahora tienen lugar cambios que no se han visto en 100 años. Cuando estamos juntos impulsamos este cambio.»

Y el dueño de casa responde «Estoy de acuerdo. Buen viaje», a lo que sigue un afectuoso «Cuídate, querido amigo» de parte de Xi.

Seguramente fue después de mirar esta señal difundida al mundo por Beijing y Moscú que el ex asesor de seguridad nacional de Trump, John Bolton, creyó necesario señalar que «la formación de una alianza entre Rusia y China crea un verdadero problema para Occidente, más grave que el conflicto de Ucrania. Creo que se trata de un eje Rusia-China al que se unen Irán y Corea del Norte. Miren el mapa, miren la geografía. Tenemos que tomar esto muy en serio».

La geografía.

Entretanto, con la circunspección propia de las circunstancias, el ayudante personal de Putin, Yuri Ushakov, reveló antes del encuentro entre Putin y Xi diversos aspectos del contenido de la visita de Estado.

De la larga comunicación destaco aquí nueve palabras: «Se tocará la situación militar y social en Ucrania.» De esas nueve palabras rescato dos: «y social».

La sociedad.

La situación social de Ucrania, que no le interesa a sus supuestos aliados de la OTAN, integra el diálogo de los dos líderes cuya confluencia en la Franja y la Ruta sumada a la unión económica euroasiática provocó la guerra de la OTAN contra Rusia.

Al salvajismo noventista y neocolonialista del gran capital imperialista se opone en Ucrania la potencia civilizatoria de las sociedades que exigen el respeto irrestricto al derecho de los pueblos a la autodeterminación y el derecho a la prosperidad.

«Cien años». Xi habla en 2023, así que está mencionando 1923. El año en que se estabilizó el régimen imperialista global tras la derrota del proletariado alemán en su último intento revolucionario; el año en que se puso en marcha en Rusia aquello que capotó e impidió a la república soviética terminar comprando la soga de la horca. Mientras van mirando cómo usarla, el oso toca la balalaika, el panda disfruta y el águila calva, en el piso de abajo, se queja por el bochinche.

NOTAS

[1]Las más de 800 bases militares yanquis distribuidas por todo el globo no son más que una coraza agresiva, equivalente a las fortalezas y murallas que desde las bocas del Rin hasta el Danubio protegían al Imperio Romano contra las incursiones.

[2] Con la figura del César teñida por una mirada moralizante y de clases privilegiadas se suele olvidar que el Emperador era también el Tribuno de la Plebe y que para el campesino el servicio militar era una oportunidad de salvarse del acoso del latifundista senatorial.

[3] Ignorancia históricamente determinada porque ninguna clase dominante puede ver su propia desaparición futura sino como una desaparición de toda la humanidad.

El gran mérito de Walbank radica en haber demostrado, en un alarde de ensayística histórica, que más allá de las grandes migraciones que derrumbaron el poderoso edificio imperial de Occidente en los siglos IV y V, toda la estructura ya estaba profundamente carcomida desde adentro en el siglo III.

Sin embargo, el ataque de los «bárbaros» no puede minimizarse. De hecho, el imperio bizantino, que para sobrevivir les entregó Occidente, duró, maltrecho pero en apariencia eterno, hasta fines del siglo XV. Por lo tanto, si bien la decadencia era un fenómeno interno, la caída sí fue consecuencia del choque con un huracán exógeno.

La consecuencia de la invasión fue una súbita aceleración del proceso de transformación de las estructuras agrarias del Imperio de Occidente, que tras el tumulto sanguinolento de los siglos V a VIII terminó transformándose en el tipo canónico de sociedad tributaria basada en la adscripción del productor directo a la tierra y al dominio del campo sobre las ciudades: el latifundio esclavista asociado a la urbs latina dio paso de ese modo al feudo mucho antes y mucho más profundamente que en Oriente.

[4] Y, por lo tanto, en la peor amenaza gremial para el proletariado de Estados Unidos y Europa Occidental, completamente embrutecido y embotado por el goce indiscriminado de las migajas de la explotación colonial que sus burguesías les tiraban).

* Periodista, geógrafo, analista internacional.

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